El destacado y legendario rockero británico falleció esta semana, dejando un legado tremendo.
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Ozzy Osbourne. |
Con su muerte, no sólo se va una voz irrepetible, se extingue una era. Porque Ozzy no fue únicamente el cantante de Black Sabbath: fue el arquitecto fundacional del heavy metal, uno de los pocos géneros que ha sobrevivido y evolucionado durante más de medio siglo sin perder su esencia. Donde otros grupos hablaban de amor o de psicodelia, él y sus compañeros de Birmingham —hijos de la clase obrera y de los escombros del imperio británico— hablaron de guerra, de horror, de injusticias, de desesperanza. Cantaron lo que vieron y lo que sufrieron. Lo hicieron con riffs que parecían arrancados de una fundición y con una voz que se debatía entre el grito ritual y la plegaria enferma.
Un frontman nacido para ser leyenda
Ozzy fue, desde el inicio, un transgresor sin cálculo, un accidente milagroso. Todo en él parecía destinado al fracaso: su dislexia, su adicción precoz a las drogas, su escasa formación musical, incluso su voz nasal y fantasmal. Pero ahí estuvo, cantando con un poder de sugestión único, torciéndole la mano al destino, convirtiendo el espanto en poesía. Nadie como él logró encarnar ese dolor oscuro que habita en la juventud sin rumbo. Black Sabbath lo hizo todo en contra: cuando la industria musical a los buscaba nuevos The Beatles, ellos trajeron una catarsis cruda y oscura. Mientras el glam brillaba con lentejuelas, ellos caminaban en forma lúgubre, entre cadáveres y humo tóxico.
Lo expulsaron de Black Sabbath en 1979, cansados de sus constantes excesos. Cualquiera habría desaparecido después de semejante mazazo, pero Ozzy resucitó. Su primer disco solista, Blizzard of Ozz (1980), fue un acto de revancha y un renacimiento que coincidió con la segunda gran ola del heavy metal. Se rodeó de músicos brillantes, como el virtuoso Randy Rhoads, pero el hechizo seguía siendo él. Su carisma torcido. Su inestabilidad fascinante. Su absoluta falta de filtro. Más tarde, llegaron otros excelentes escuderos que acrecentaron aún más el nivel de sus álbumes de estudio: Jake Lee, Randy Castillo o el extraordinario Zakk Wylde, sólo por nombrar a algunos.
Un personaje icónico que marcó una era
Ozzy entendió antes que nadie el valor del personaje. No le bastó con ser un músico: fue también un actor de sí mismo. Convirtió sus locuras en mitología: mordió palomas, decapitó murciélagos, gritó obscenidades en conferencias, se tropezó en escenarios y se desmayó en camerinos. Era el bufón y el sacerdote. El niño eterno que jugaba con fuego y no le tenía miedo al infierno... ni a la vergüenza ni al ridículo tampoco. Hacía lo que quería hacer, sin pedirle explicaciones a nadie.
Pero detrás del caos hubo también visión. Junto a Sharon Osbourne, su esposa y manager desde los 80, construyó una maquinaria cultural. Cuando lo rechazaron del Lollapalooza, inventó su propio festival: Ozzfest. Una procesión metálica que mantuvo vivo al género en años en que el grunge y el pop dominaban todo. Ozzy fue ese punto de gravedad al que siempre se volvía, el gran referente al que todos respetaban y admiraban, aunque no siempre quisieran admitirlo. Su influencia fue tal, que bien se le puede considerar como la raíz de un árbol gigantesco con ramas que llegan hasta Slipknot, Marilyn Manson, Korn o Ghost.
Y cuando parecía que no podía reinventarse más, lo hizo desde lo insospechado: la televisión. El reality show "The Osbournes" convirtió a un viejo rockero delirante en un ícono doméstico. Lo vimos con pantuflas, haciendo huevos revueltos, balbuceando palabrotas a sus hijos adolescentes. Y aún así, o justamente por eso, siguió siendo magnético y atrayente para "otros públicos". Hizo de su vulnerabilidad un espectáculo. Lo impresentable se volvió entrañable. Como si un zombie se sentara a ver la tele con nosotros.
Más que una leyenda del rock: un artista integral
Pocos artistas han dejado una huella tan profunda en mundos tan distintos. Desde la penumbra del metal hasta el resplandor artificial de su entrañable reality show, Ozzy supo ser un espejo de lo extremo, de lo absurdo y de lo real. Su legado no cabe en una sola categoría: es cultura popular en estado puro.
Ozzy Osbourne no fue el mejor cantante, ni el más virtuoso, ni el más cuerdo. Pero nadie como él supo estar en el lugar correcto del desastre. Fue una leyenda no por escapar de sus demonios, sino por invitar a todos a su aquelarre, y burlarse de sí mismo como pocos rockstar lo han sabido hacer. Porque al final, como él mismo lo dijo alguna vez: "No soy un hombre malo. Sólo estoy un poco roto."
Y en ese quiebre, millones encontraron su identidad.
Descansa, Príncipe de las Tinieblas. La noche te pertenece. 🖤
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