Ucrania sufre por una guerra injusta, donde su gente trata de aguantar con estoicismo una invasión cobarde, perpetrada por la segunda potencia militar más poderosa del mundo.
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Ucrania. |
Esa visión, si bien repetida con admiración, corre el riesgo de reducir a un país entero a postales turísticas y clichés exóticos. Lo cierto es que Ucrania no era un paraíso porque sus campos fueran verdes o sus mujeres atractivas, sino porque, después de siglos de dominación extranjera, hambre provocada, genocidio soviético y fracturas políticas, era un país próspero que estaba intentando construir algo propio. Y eso, en un mundo herido por los imperios, ya es un acto de redención, de orgullo y de rebeldía.
Pero apareció el monstruo de Putin
La cobarde y brutal invasión rusa no sólo destruyó infraestructura o desplazó millones de vidas hacia un exilio lleno de penurias e incertidumbres: arrasó con una idea de futuro. Las bombas no cayeron sobre un terreno abstracto; cayeron sobre escuelas, teatros, iglesias, mercados, hospitales. Los misiles no apuntaron a bases militares únicamente, sino al corazón mismo de la vida civil, cercenando para siempre a familias completas. Y todo eso por el inexplicable capricho odioso y perverso de ese verdadero monstruo llamado Vladimir Putin.
Cada edificio patrimonial reducido a escombros es una página de la historia que se quema. Cada campo minado es una cicatriz sobre la tierra fértil. Cada deceso es un mundo que desaparece. Cada madre que llora la partida de su hijo que murió luchando por defender a su país es un valle de lágrimas que no se aplacará con nada.
Todo lo bueno quedó atrás, pero no por completo
Porque, a pesar de la devastación llena de llanto y tragedia, Ucrania ha demostrado que el verdadero paraíso no estaba en sus bellísimos paisajes ni en los angelicales rostros de sus mujeres más guapas, sino que en la dignidad con la que se ha defendido ante la opresión extranjera de una potencia infinitamente superior.
La fuerza de Ucrania está en la resistencia de quienes no huyeron. Se mantiene en el coraje de las abuelas que preparan cócteles molotov. Sigue viva en los músicos que tocan en refugios subterráneos para darle una pequeña alegría a aquellos que lo perdieron todo. Subsiste en esos maestros y profesores que dan clases por Zoom desde ciudades sitiadas. Y se eterniza en las mujeres —esas mismas que algunos sólo saben describir como “hermosas”— que combaten en el campo de batalla, que curan a soldados moribundos, que lideran acciones militares, que reconstruyen ciudades y que llenan de esperanza a una nación completa.
El paraíso fue interrumpido, pero no destruido. La belleza, hoy, no está en la postal, sino en la resistencia. Y esa belleza es eterna: nadie podrá bombardearla.
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