Su nombre lo describe a la perfección: Euoplocephalus, que significa "cabeza bien acorazada". En efecto, hablar de este dinosaurio tireóforo anquilosáurido es referirse a una verdadera roca viviente, una de las criaturas más pétreas que alguna vez haya existido.
Un herbívoro rocoso |
Durante el período Cretácico no pocos fueron los herbívoros de grandes dimensiones que caminaban por los bosques de lo que hoy en día es Norteamérica. Si bien su existencia nada tuvo de tranquila, ya que en cualquier momento podían ser atacados por algún predador hambriento, muchos de ellos contaron con la seguridad que -en caso de una amenaza- serían capaces de brindar una más que digna lucha cuerpo a cuerpo. Fue durante esa época en que el mundo presenció a los herbívoros más descomunales de los que se tenga conocimiento, y el Euoplocephalus fue uno de ellos.
Con un largo de seis metros y casi dos metros de altura, este anquilosáurido fue un verdadero "tanquecito" con patas. Poseedor de una coraza ósea que se transformó en su imprescindible armadura, fue capaz de entablar una épica resistencia a las permanentes amenazas del entorno intrínsecamente peligroso en el cual le tocó vivir. Si bien sus patas eran cortas, fueron lo suficientemente poderosas como para darle una velocidad inédita en relación a su aspecto tosco y rudimentario: sin dudas, el Euoplocephalus jamás fue una presa fácil, incluso para el más avezado de los cazadores prehistóricos.
Pero de todas las características de este animal que existió hace ya más de 65 millones de años, tal vez la más emblemática fue su potente cola que terminaba en un prominente y duro mazo, con el que era capaz de partirle las costillas o la cabeza a cualquier oponente. Si bien esta criatura nunca fue un ser agresivo, su defensa podía ser letal, por lo cual es más que probable que los dinosaurios carnívoros lo pensaban más de dos veces antes de escoger al Euoplocephalus como su almuerzo del día.
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